El Sol proyecta sobre su cima la misma luz rugosa que muere tras su ladera. Su volumen es aleatorio; tan espléndido como yo insignificante. Cierro los ojos, pero este orgullo —un tanto infantil— se revela por las veces que me impedí detener el tiempo y poseer los detalles. Su panza hueca se muestra como un refugio que promete ser tan silencioso como cálido. Sobrevuelo la forma y me fusiono con su esencia inexacta. Desaparezco sin muerte. Me pierdo entre el paisaje. Alguien aplana la tela con su devastadora mano y me aleja de golpe. Igual que cuando contemplaba la Tierra desde las estrellas y me decían: te ha vuelto a pasar.
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