Últimamente, se me repite la pesadilla de haber nacido con un cupo finito de palabras, como en la vigilia sucede con mis óvulos. Y Dios sabe que me aterra más la esterilidad de no poder comunicarme, que aquella que llega con la edad.
Mi pensamiento, como el de tantas otras personas, funciona con imágenes: cada concepto, esquema, objeto o sujeto atraviesa un proceso consciente de traducción antes de ser revelado desde mi mundo al de un otro. Es como hablar en una lengua extranjera que sabes que nunca llegarás a dominar. Una conexión intersubjetiva condenada a exhalar emociones sin vida y tonalidades sin materia; una experiencia frustrante, colmada de matices confinados, qué sueño compartir —al menos— con lxs de mi misma condición.
Mentiría si dijese que no estoy cansada de esforzarme por hacerme entender: descifrar, transcribir, adaptar… Adaptar, adaptar, adaptar. Es en los espacios de esta repetición donde nace la cabezonería de seguir volcando en palabras, a contraesencia, este sentir atrapado. Donde nace este grito mudo que lucha por encontrar a lxs que, como yo, buscan tocar la palma de otra mano para irradiar el torrente abstracto que nos une.
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