Verano del 95.

Verano del 95.

Verano del 95. 1140 600 estadosdelinconsciente

A raíz de un proyecto, no he parado de darle vueltas al tema de los anclajes emocionales. Para quien no esté familiarizadx, crear un anclaje consiste en asociar un estímulo -visual, olfativo o cinestésico- a un estado emocional. De manera que, cuando tengamos acceso a dicho estímulo podamos evocar el estado emocional al que lo asociamos cuando se hizo el anclaje -respuesta condicionada-.

A riesgo de parecer una exagerada, puedo decir que mi vida entera es un continuo anclaje que funciona al revés. No puedo recordar todos los países que participaron en la I Guerra Mundial pero sí lo que sentía la mañana que se impartió la lección, emociones a través de las que podría recuperar con facilidad el gris amarronado de la chaqueta de pana del profesor de historia o el olor afrutado de la colonia que llevaba mi compañera de pupitre. Detalles que, por desgracia, jamás solían preguntar en los exámenes.

Esta semana me di cuenta de que, de todos los viajes en el tiempo que suele hacer mi memoria, jamás escogió ninguno que me llevase hacia el verano del 95. Una decisión comprensible de haber sido unos meses que hubiesen pasado totalmente desapercibidos, pero sin embargo, a día de hoy, todavía los recuerdo como el mejor verano de mi vida.

Lo singular, especial y maravilloso de aquel magnífico verano, es que no sucedió absolutamente nada. Antes de aquellas vacaciones, podríamos decir que mi vida era complicada. A partir de ellas, sencillamente aprendí a complicármela yo. Pero, justo ese intervalo de tiempo, fue perfecto.

El día a día se había convertido en algo sencillo. Me despertaba ligera, sin preocupaciones, al ritmo de la luz del sol. No tenía clase de refuerzo hasta bien entrada la mañana, por lo que me levantaba tranquila, sin ni siquiera la presión de “tener que aprender” ya que todavía era de las que aprobaban todo. Pero en mi casa siempre fueron muy de comprar las Vacaciones Santillana del curso siguiente y a mi madre aquello de que fuese a comenzar con el latín no le olía demasiado a buena nota.

Al acabar las clases –que eran diarias- bajo cronómetro de siete minutos, solía salir corriendo hacia la parada del autobús. Me precipitaba por Alfonso XIII abajo llegando a velocidades que, más de una vez, me llevaron a un disgusto. Pero cualquier posible mal aterrizaje merecía la pena porque la felicidad, aquel verano, comenzaba cada vez que nos subíamos, días tras días, al Vitrasa 11 rumbo al mar.

Daba igual si la toalla la llevábamos como soporte o como abrigo. Todos y cada uno de los días de aquel verano del 95 los disfrutaríamos en la playa, entre risas y juegos, hasta ver caer el sol.

Pocas veces, en lo que continuó de vida, me sentí tan sumamente libre. Sin responsabilidades, sin preocupaciones, sin pasado, sin miedo… y lo que era aun mejor, sin la necesidad de futuro. Aquel verano fui la niña que nunca había sido y la adulta que, con el tiempo, sabía que quería ser.

Durante mucho tiempo creí que aquella sensación de plenitud estaba asociada a las personas que formaban parte del recuerdo. Después llegué a pensar que se había quedado atrapada entre la arena y el mar. Pero, un día, descubrí que aquella felicidad llevaba todos estos años conmigo. Solo tenía que encontrar de nuevo a la niña que fui y recordar como se hacía para ser la adulta que siempre había soñado ser.

Los anclajes sirven para recordarnos como de bien nos podemos llegar sentir, pero no podemos obviar que, la sensación, la llevamos ya dentro.

– ¿Cuanto tiempo lleváis ahí?

– El suficiente, Maiky, el suficiente…»

The Goonies

Foto: The Goonies. Richard Donner.

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