El día que cumplí seis años, siete meses y tres días, fui vilmente engañada.
“Vamos a divertirnos” me dijeron para que accediese a ser sometida a uno de esos soporíferos test de inteligencia de los que tantxs niñxs redichxs siguen siendo víctimas. -Todavía hoy, cada vez que hablo con personas de corta edad, recuerdo la cantidad de veces que consideré que se me había faltado al respeto solo por medir menos que los adultos-.
Me tuvieron casi un día entero recolocando piezas, huyendo de laberintos y solucionando problemas bajo el angustioso yugo del cronómetro. Nada que no formase parte ya de mi día a día aunque, esta vez, me tocase hacerlo sobre el papel mientras recibía elogios un tanto sobreactuados de alguien que se entusiasmaba hasta cuando no había que hacer nada.
El resultado nos lo dieron a los pocos días. Se equiparaba a la media de mis progenitores así que, como ya era esperado, no me hicieron gran fiesta. En mi casa casi nunca celebrábamos nada, ni siquiera los cumpleaños. Éramos tremendamente cuidadosxs de no caer en folclores que pudiesen volver a desatar algún tipo de sensibilidad reprimida que terminase en neurosis y sangre. Nos gustaban los espacios pulcros. Bueno, quizás, a mi no tanto.
En mi informe, a diferencia de el del resto de la familia, aparecía una inusual anotación que, todavía sin saberlo, definiría mi destino para el resto de la vida: “…tiene la capacidad de atención de un niño de dos años.”
Yo creo que el psicólogo podía haber innovado en su narrativa y haber hecho referencia a la capacidad de atención de una ameba, realizando un informe muchísimo menos aburrido y de idéntica precisión. Pero bueno, de aquella, la creatividad, en algunos círculos todavía no estaba muy bien comprendida.
Lxs que os habéis sentido patológicamente atraídxs por las fascinantes aristas de los objetos o por el hechizante eco de vuestro interior, habréis intuido que pronto llegarían a mis días aquellos infames manuales que solían tener, en su última página, un animal que esperaba impaciente ser coloreado por fases, a medida que íbamos superando nuestra estrepitosa huida ante la vida. Una disciplina pedagógica que me resultaba tremendamente ofensiva e insultante y que consiguió que me declarase en huelga hasta que el Consejo General de Psicología no crease una metodología de motivación basada en una recompensa más sensata y realista, o lo que es lo mismo, al menos, una tableta de chocolate por jornada.
Tardaron varios años en atender mi petición, algo que llegué a hacer repetidas veces de manera formal. También le enviaba cartas a Pilar Miró pidiéndole trabajo como guionista en Barrio Sésamo aunque, tras varios años sin respuesta, mi abuela me llegó a confesar que nunca le había hecho llegar mi correspondencia. Aquel día caí en la cuenta de que, muy a mi pesar, mis peticiones tampoco habrían formado parte del avance de la Psicología, pero la ilusión por no haber sido ignorada por TVE me devolvió de alguna manera las ganas de volver escribir historias, ya no para Pilar, pero sí para el mundo. Solo tenía que resolver un pequeño obstáculo heredado de mi soberano déficit de atención: No era capaz de terminar ni una sola novela infantil que no se pudiese leer del tirón en una única tarde lluviosa.
Por aquel entonces era amante de Gloria Fuertes, Angela Sommer-Bodenburg, Roald Dahl o Paco Ibañez – A los poetas andaluces los lloré demasiado pronto galopando entre las contraportadas de sus discos. Sentía ya, al igual que Celaya, que como a ellos también a mí todavía me quedaba la palabra -.
Poco después a la pasión por la poesía y el relato corto, se le unió la del ilimitado mundo del ensayo – “Dime sobre que quieres saber que yo te lo encuentro” me decía siempre el bibliotecario regordete del Mercantil.- Con el ensayo había descubierto como obtener las respuestas a todas mis preguntas sin más dilación que la de buscar directamente en un índice. Sentía que lo tenía todo. La poesía y el ensayo me nutrían el alma y los sesos, mientras que los relatos me daban la oportunidad de ensimismarme todavía más, si cabe, entre las aristas de los objetos cercanos. Pero la novela se hacía de rogar.
Para leer novela hacen falta dos de las siguientes tres cosas; Ganas, paciencia y tiempo. Y yo, el tiempo, lo solía perder buceando en el espacio que existe entre los renglones de sus páginas, algo que propiciaba que me agotase y perdiese también gran parte de mi paciencia. Prestaba mucha atención a las contextualizaciones, la puesta en escena y a todo aquello que deseaba que el narrador todavía se estuviese reservando. Pero aparecían las preguntas, las dudas, las alternativas… Me volvía a suceder lo mismo que en el día a día.
Un día una profesora le dijo a mi madre que no tenía queja alguna sobre mí, pero que pocas veces prestaba atención a lo que se estaba diciendo en clase. Lo que esta señora no percibía es que le prestaba más atención de la que, como profesional, realmente se merecía. Por eso gastaba mi tiempo en comprender, analizar, reflexionar y, algunas veces, discrepar de las dudosas verdades que teníamos que aprender. Algo que, paradójicamente, con los curas, nunca me pasó.
Iba a misa todos los sábados y domingos. El primer día con mis abuelos paternos, el segundo con los maternos. Me-encantaba-ir-a-misa. M-e-e-n-c-a-n-t-a-b-a. Podía cobijarme durante más de una hora en un lugar tranquilo y silencioso, descansar y aún por encima poder escuchar historias fascinantes sobre un dragón de siete cabezas, un mártir que fallecía en los lacrimosos brazos de su madre todavía virgen, su descensión a los infiernos o la resurrección de éste de entre los muertos… Semana Santa era sin duda mi época de vacaciones favorita, el clérigo el culpable de mi futura adoración por la ciencia ficción y, posiblemente, la Biblia, la primera novela de más de cien páginas que consumí por fascículos, fin de semana tras fin de semana, con apasionada devoción.
Estaba ya en sexto de EGB y el resto de novelas todavía continuaban haciéndose de rogar. Cumplía rigurosamente con las lecturas del curso pero, a pesar de ello, seguía con la ilusión de encontrar algo que me llenase tanto como los tesoros de Machado, Poe o María Colino que vivían en las estanterías de mi habitación. Hasta que un día, Guillermo, el chico que habían contratado mis padres para ejercer de hermano mayor, eliminó toda necesidad de encontrar la novela perfecta.
Recuerdo que era un sábado por la mañana. Solo los sábados se me permitía colocar la mini televisión y el video encina del escritorio, abrir la cama nido para espatarrarme encima y poder grabar, a primerísima hora de la mañana, la reposición del programa En buenas manos del Doctor Beltrán. Admiraba sus sanguinolentas intervenciones entre vértigos y vahídos. En aquel momento tenía claro que quería ser cirujana y sabía que salvar vidas conllevaba sacrificios. En mi caso, las dramáticas bajadas de tensión.
La última vez que había visto a Guillermo le había pedido que me ayudase a encontrar una buena historia para entretenerme. Y él, que era consciente de la gran influencia que se podía llegar a ejercer sobre una solitaria hija única, así lo hizo. Llegó a mi habitación con el pecho inflado y la cabeza alta. Me sonrió de lado, orgulloso, como quien llega con el antídoto contra la muerte. Sacó de su bolsa vaquera un VHS pregrabado, sin título. Lo introdujo en el aparato, le dio al play y permitió que apareciese en un hermoso blanco y negro, igual que como cuando Dios bajó de los cielos,la imagen de una tenue llama tintineante. Era Gaslight y aquél, el día que aprendí a disfrutar del cine.
Soy absolutamente consciente del discurso que tantas, y tantas, y tantas veces llegó a mi oídos, “Las películas solo muestran una pequeña parte de las historias que nacieron para ser novelas.” Lo sé. Por ello también adquiero, por curiosidad, los libros que están detrás de muchas de esas películas. Pero hay algo que adoro del cine, algo que no me permite hacer que la palabra escrita sí hace y, esto, es detenerme.
Si bien es cierto que cuando veo una película sigo dividiendo mis pensamientos en varios planos paralelos, – Sintiendo, empatizando, analizando, recordando, reflexionando e incluso inventando. – la historia prosigue igualmente su camino, continúa con su vida acompañada de su propio tempo, sin esperarme, sin necesitarme, sin dar tiempo a que me pierda entre sus imágenes permitiéndome divagar. Quizás por eso veo mis películas favoritas una y otra vez, porque me piden que esté presente, al acecho de algo nuevo que, como por arte de magia, siempre aparece. Un objeto, un color, un tono de voz… El lenguaje del cine te permite descubrir lo que no te señalan, encontrar lo que no te dicen o percibir la belleza de lo sutil sin que nadie te lo tenga que explicar.
A veces todavía me pregunto que habría pasado si aquellas fichas hubiesen venido recubiertas de chocolate y verdadera pedagogía. Si alguien me hubiese enseñado a no ser víctima de la mente y no haberme rendido ante la inmensidad de los puntos y a parte. A lo mejor nunca habría llegado a admirar Metafísica de los tubos como el relato insuperable que es, o lo que es peor, nunca habría descubierto el universo que se escondía tras la dulce y lenta desesperación de Ingrid Bergman. Posiblemente no aprendí a leer novela por algo. O sí, quien sabe.
Aún no han descubierto al asesino.”
Gaslight.
Foto: Gaslight. George Cukor
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