La piscina.

La piscina.

La piscina. 980 552 estadosdelinconsciente

Era un miércoles de vacaciones, uno de esos que solo se dejan llenar por el ardor del verano. Me había levantado al amanecer para aprovechar las horas. La casa estaba limpia y la comida preparada. Pero todavía era temprano para sentarse a la mesa y tarde para volver a sentirme joven.

Estiré la toalla sobre la tumbona. Negro sobre beige. No habría pensado en salir a la piscina de no haberme sentido tan sumamente aburrida. Aplané las arrugas una a una. No soportaba el olor a cloro, sobre todo en días como aquel, que cualquier cosa me irritaba.

Me aseguré de que la sombrilla eclipsase el sol por completo. Hacía años que no permitía que me rozase ni uno de sus rayos porque siempre acababa quemada. Y desde la última, la de tercer grado, había aprendido a resguardarme.

Me despatarré en la penumbra. Lívido sobre negro sobre beige. Abandoné la mirada a la espera de que el viento y la naturaleza despertasen mi atención. La alfombra de césped, cortado de forma milimétrica a la misma altura, moría indiferente contra la hilera de macetas que bordeaban la casa. El jardín se veía tan ordenado, tan perfecto, tan domesticado. Di un par de vueltas sobre mí misma. Ni un atisbo de brisa.

Cerré los ojos. Se escuchaban los silbidos de los monovolúmenes a veinte, los buenos días entre runners y algún berrinche descontrolado. Al rato noté como un cosquilleo por el cuero cabelludo daba paso a una ligera quemazón. Me había invadido. Podría haber huido, o al menos, haber movido la cabeza lo necesario para no volver a dejarme abrasar. Pero no lo hice. Me dejé llevar por el recuerdo en el que mi generación solo sabía sofocar el calor tirándose, desnuda, de cabeza al mar, y dejaba que la golpeasen las olas, feroces, sin más toalla que el viento y una camiseta sudada.

Me levanté. El sudor se me escurrió del pecho al ombligo. Ya no se escuchaba más que el motor removiendo el agua. Arqueé las piernas y coloqué bien la braga del bikini. Me dirigí hacia la piscina. A medida que me adentraba se iba despegando la poca salitre que se resistía y se agarraba fuerte a mi piel. Me sumergí entera. Tenía la frente abrasada, pero habría soportado tener el cuerpo en carne viva con tal de que aquel recipiente, por unos instantes, hubiese sido otra vez el mar.

Foto: Cegados por el sol. Luca Guadagnino.

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